En las noches claras, sin luna
y libres de contaminación lumínica podemos disfrutar de un maravilloso
espectáculo en el firmamento: la banda blanca algodonosa y fulgurante que se
extiende en un semicírculo sobre nuestras cabezas. Hoy a nadie extraña este
fenómeno, pues sabemos que los infinitos puntos brillantes constituyen los
millones de estrellas que componen
nuestra galaxia, la casa del Sistema
Solar. No obstante, en un pasado remoto, el hombre carecía de los
conocimientos astronómicos actuales y recurría a la interpretación para dar
sentido a la realidad que le rodeaba, lo que dio lugar a variados mitos y
leyendas.
Para los incas, por ejemplo, esta franja luminosa era la
personificación celestial de su río sagrado, el Willka Mayu, hoy llamado
Vilcanota. Según los egipcios, la Vía Láctea había sido obra de la diosa
Isis, que esparció gran cantidad de trigo en la bóveda celeste. Los
esquimales distinguían en ese brillo blanquecino un sendero de nieve; y los
bosquimanos, los rescoldos luminosos desprendidos de sus hogueras.
Los antiguos griegos, por su
parte, vieron en esta formación estelar
la leche que la diosa Hera derramó de
su seno cuando al despertar descubrió que el niño que estaba amamantando era
el aborrecido Heracles, fruto de uno de los tantos devaneos de su esposo
Zeus, dice
Cristina García-Tornel en la sección
De Palabras de la revista
Preguntas y Respuestas n.º 36, de
Muy Interesante. Esto explica por qué los helenos la bautizaron galaxias
kyklos, que
significa ‘círculo o anillo de leche’. Más tarde, los romanos, influenciados
por la mitología griega, la llamaron
via lactea, esto es, ‘camino de leche’.
Este término latino se establecería finalmente para dar nombre a nuestra
galaxia,
entonces considerada como la única existente, mientras que la voz
griega
galaxias, ‘lechoso’ (de gála, ‘leche’), se adoptaría después para
designar a los sistemas galácticos, posteriormente descubiertos.
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