El astrónomo John M. Kovac investiga la radiación cósmica de fondo de microondas, el eco del big bang que podría darnos las claves de lo que sucedió en la primera infancia del cosmos y aclararnos su posterior desarrollo.
Las ecuaciones con las que Albert Einstein intentó explicar el
espacio-tiempo han rebasado el siglo de vida, pero continúan marcando el
trabajo de los astrofísicos de hoy. Uno de ellos es John M. Kovac, profesor de
Astronomía y Física en Harvard. Este estadounidense de 45 años pasó por Madrid
para participar en “La ciencia del cosmos. La ciencia en el cosmos”, un ciclo
de conferencias organizado por la Fundación BBVA, y MUY aprovechó la ocasión
para hablar con él.
Kovac centra sus observaciones en la radiación cósmica de
fondo de microondas, que se emitió unos 300.000 años después del big bang y que
podría contener las pistas definitivas acerca de la naturaleza del universo
primitivo, su estructura y las leyes físicas que lo han llevado a su actual
expansión. Kovac define esta radiación electromagnética como “una luz fósil, la
más temprana del universo”. Aquella surgió cuando el cosmos se encontraba “en
un estado denso y caliente, y su expansión comenzaba a enfriarlo”.
Fue entonces cuando la luz empezó a viajar libremente, lo
que hoy nos permite mirar muy atrás en el tiempo. Este rastro del universo
joven y caliente, que nació de la gran explosión, fue descubierto
accidentalmente en 1965 por Arno Penzias y Robert Wilson, en la forma de una
débil señal sonora que podría contener la huella de un fenómeno surgido después
del estallido que lo generó todo: las ondas gravitacionales. Encontrarlas es la
causa de los desvelos y afanes de Kovac.
Estas ondas son muy importantes para la astrofísica, ya que
su detección confirmaría la teoría de la inflación: según esta, el universo
atravesó un periodo de expansión ultrarrápida justo después del big bang. Esa
inflación habría creado ondas en el campo gravitatorio del cosmos primitivo, y
estas se habrían conservado en la radiación cósmica de fondo de microondas.
Su hallazgo apuntalaría ese modelo y una de las premisas de
la teoría de la relatividad general de Einstein: los cuerpos masivos acelerados
–por ejemplo, los agujeros negros o los púlsares, estrellas de neutrones que
giran sobre sí mismas a enorme velocidad– producen distorsiones en el tejido
del espacio-tiempo que se transmiten como ondas. Es decir, ondas
gravitacionales.
Kovac es el
responsable de uno de los proyectos que las buscan. En las dos últimas décadas,
ha participado en el desarrollo y los trabajos de telescopios que las rastrean
desde el Polo Sur. Por ejemplo, el BICEP2. En marzo de 2014, su equipo anunció
que había detectado señales de ondas gravitacionales. Pero pocos meses después,
los datos obtenidos por el telescopio espacial europeo Planck fueron un jarro
de agua helada para Kovac y su gente. El dispositivo de la Agencia Espacial
Europea halló indicios de que esas anheladas señales se debían a algo bien
conocido: la radiación emitida por el polvo de nuestra galaxia, la Vía Láctea.
Fue un golpe duro. Pero Kovac lo admite con una inusual
sangre fría y no se ha desanimado. Está convencido de que su equipo acabará
teniendo éxito. Con un hablar pausado, este científico nacido en Princeton
(Nueva Jersey) nos explica algunos de los misterios a los que se enfrenta la
astrofísica. Por ejemplo, las razones de que el universo parezca un homogéneo
pastel sin fisuras, salido del horno sin una sola grieta, con prácticamente el
mismo aspecto en todas direcciones. “Nos deja perplejos lo regular que era el
cosmos recién nacido. Y de acuerdo con el modelo estándar de la cosmología, las
partes de ese universo no estaban en contacto unas con otras. No lograron
intercambiar luz o información, pero tenían idéntica temperatura”, confiesa
Kovac en la entrevista que ha elaborado Luis Miguel Ariza para la revista Muy Interesante N.º 417 del mes de febrero.
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