Bacterias con ADN artificial, genomas de seis letras básicas en vez de cuatro... El viejo sueño de crear seres vivos de laboratorio está más cerca gracias a los increíbles avances registrados en los últimos años.
Si por algo se caracterizan los seres vivos, es por su elevado grado de complejidad. Incluso en
una simple bacteria se producen millones de reacciones químicas por segundo,
fruto de las instrucciones escritas en su material genético. Verdaderas
factorías celulares transcriben y traducen en proteínas las directrices del
genoma, que, como el disco duro de un ordenador, almacena la información para
construir un ser vivo. Algunas de estas proteínas son enzimas que se encargan
de incorporar compuestos del ambiente, degradarlos y, a su vez, construir
nuevos componentes celulares, como el ADN, el ARN y más proteínas; y realizar
funciones básicas para la vida, caso de la respiración celular y la
fotosíntesis.
Fruto de la simbiosis entre
diferentes bacterias, surgen los organismos eucariotas. Con ellos, aumenta unas
10.000 veces el volumen celular y aparecen niveles superiores de complejidad.
Hay un ligero incremento en el número de genes –desde unos 5.000 en bacterias
hasta cerca de 13.000 en la mosca Drosophila, usada como organismo modelo en
biología, y unos 20.000 en el ser humano–. En paralelo, se desarrollan
intrincados mecanismos de regulación génica que funcionan como interruptores
moleculares, encendiendo y apagando la expresión de los genes. Como
consecuencia de esta jerarquía genética, en organismos multicelulares como el
ser humano se pueden formar hasta doscientos tipos de células diferentes, cada
una con una función específica.
Dado que todas las formas de vida conocidas se basan en un
mismo tipo de moléculas, es lógico que tengan un origen único, un ancestro
común al que se denominó LUCA. Prueba de ello es que podemos intercambiar genes
de unas especies a otras y siguen produciendo proteínas idénticas a las del
organismo donante.
De esta forma, un nuevo gen que surja en un individuo y
aporte una nueva función útil –una ventaja evolutiva– puede ser transmitido a
otras especies, sin necesidad de que tenga que surgir espontáneamente por
mutación en esas especies. Por lo tanto, a partir de los genomas de los organismos
existentes, podríamos identificar,
en teoría, un número común y necesariamente reducido de genes que permitiera
deducir cuál es ese contenido mínimo que debería llevar un genoma artificial.
El primer intento se llevó a cabo a mediados
de los años 90, cuando empezábamos a leer –secuenciar– los genomas bacterianos.
Se pudo identificar, así, el conjunto de genes compartidos entre los distintos
grupos de bacterias. Otros equipos de investigación optaron por seleccionar una
bacteria de vida libre como la Mycoplasma y aislar los genes esenciales tras ir
eliminando en el laboratorio el resto de su genoma. De este modo comienza el reportaje de Enrique Viguera, biólogo del Área de Genética, en la Universidad de Málaga, sobre el diseño desde cero de seres vivos en el laboratorio que publica en la revista Se busca E. T. de Muy Interesante.
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